jueves, septiembre 30, 2004

Ayer me encontraba buscando un artículo de José Saramago en la red y me encontré con éste, que deseo compartir con todos, dada su universalidad y la cada vez más evidente y abrumadora actualidad que refiere. Tanto por cuestiones electorales, así como por las consecuencias de esta devastadora economía globalizada en la que vivimos y tratamos de subsistir, o por la deprimente condición política del mundo, los intereses económicos, racistas (que en el fondo resultan también económicos) y una larga lista de etcéteras. Creo que un poco de reflexión viene bien el día de hoy.

ESTE MUNDO DE LA INJUSTICIA GLOBALIZADA
(Este texto fue leído en la clausura del Foro Mundial Social reunido en Porto Alegre (Brasil))
Por José Saramago
(fuente: Diario EL PAIS. 06/Febrero/2002)

Comenzaré por contar en brevísimas palabras un hecho notable de la vida rural ocurrido en una aldea de los alrededores de Florencia hace más de cuatrocientos años. Me permito solicitar toda su atención para este importante acontecimiento histórico porque, al contrario de lo habitual, la moraleja que se puede extraer del episodio no tendrá que esperar al final del relato; no tardará nada en saltar a la vista.
Estaban los habitantes en sus casas o trabajando los cultivos, entregado cada uno a sus quehaceres y cuidados, cuando de súbito se oyó sonar la campana de la iglesia. En aquellos píos tiempos (hablamos de algo sucedido en el siglo XVI), las campanas tocaban varias veces a lo largo del día, y por ese lado no debería haber motivo de extrañeza, pero aquella campana tocaba melancólicamente a muerto, y eso sí era sorprendente, puesto que no constaba que alguien de la aldea se encontrase a punto de fenecer. Salieron por lo tanto las mujeres a la calle, se juntaron los niños, dejaron los hombres sus trabajos y menesteres, y en poco tiempo estaban todos congregados en el atrio de la iglesia, a la espera de que les dijesen por quién deberían llorar. La campana siguió sonando unos minutos más, y finalmente calló. Instantes después se abría la puerta y un campesino aparecía en el umbral. Pero, no siendo éste el hombre encargado de tocar habitualmente la campana, se comprende que los vecinos le preguntasen dónde se encontraba el campanero y quién era el muerto. 'El campanero no está aquí, soy yo quien ha hecho sonar la campana', fue la respuesta del campesino. 'Pero, entonces, ¿no ha muerto nadie?', replicaron los vecinos, y el campesino respondió: 'Nadie que tuviese nombre y figura de persona; he tocado a muerto por la Justicia, porque la Justicia está muerta'.
¿Qué había sucedido? Sucedió que el rico señor del lugar (algún conde o marqués sin escrúpulos) andaba desde hacía tiempo cambiando de sitio los mojones de las lindes de sus tierras, metiéndolos en la pequeña parcela del campesino, que con cada avance se reducía más. El perjudicado empezó por protestar y reclamar, después imploró compasión, y finalmente resolvió quejarse a las autoridades y acogerse a la protección de la justicia. Todo sin resultado; la expoliación continuó. Entonces, desesperado, decidió anunciar urbi et orbi (una aldea tiene el tamaño exacto del mundo para quien siempre ha vivido en ella) la muerte de la Justicia. Tal vez pensase que su gesto de exaltada indignación lograría conmover y hacer sonar todas las campanas del universo, sin diferencia de razas, credos y costumbres, que todas ellas, sin excepción, lo acompañarían en el toque a difuntos por la muerte de la Justicia, y no callarían hasta que fuese resucitada. Un clamor tal que volara de casa en casa, de ciudad en ciudad, saltando por encima de las fronteras, lanzando puentes sonoros sobre ríos y mares, por fuerza tendría que despertar al mundo adormecido... No sé lo que sucedió después, no sé si el brazo popular acudió a ayudar al campesino a volver a poner los lindes en su sitio, o si los vecinos, una vez declarada difunta la Justicia, volvieron resignados, cabizbajos y con el alma rendida, a la triste vida de todos los días. Es bien cierto que la Historia nunca nos lo cuenta todo...
Supongo que ésta ha sido la única vez, en cualquier parte del mundo, en que una campana, una inerte campana de bronce, después de tanto tocar por la muerte de seres humanos, lloró la muerte de la Justicia. Nunca más ha vuelto a oírse aquel fúnebre sonido de la aldea de Florencia, mas la Justicia siguió y sigue muriendo todos los días. Ahora mismo, en este instante en que les hablo, lejos o aquí al lado, a la puerta de nuestra casa, alguien la está matando. Cada vez que muere, es como si al final nunca hubiese existido para aquellos que habían confiado en ella, para aquellos que esperaban de ella lo que todos tenemos derecho a esperar de la Justicia: justicia, simplemente justicia. No la que se envuelve en túnicas de teatro y nos confunde con flores de vana retórica judicial, no la que permitió que le vendasen los ojos y maleasen las pesas de la balanza, no la de la espada que siempre corta más hacia un lado que hacia otro, sino una justicia pedestre, una justicia compañera cotidiana de los hombres, una justicia para la cual lo justo sería el sinónimo más exacto y riguroso de lo ético, una justicia que llegase a ser tan indispensable para la felicidad del espíritu como indispensable para la vida es el alimento del cuerpo. Una justicia ejercida por los tribunales, sin duda, siempre que a ellos los determinase la ley, mas también, y sobre todo, una justicia que fuese emanación espontánea de la propia sociedad en acción, una justicia en la que se manifestase, como ineludible imperativo moral, el respeto por el derecho a ser que asiste a cada ser humano.
Pero las campanas, felizmente, no doblaban sólo para llorar a los que morían. Doblaban también para señalar las horas del día y de la noche, para llamar a la fiesta o a la devoción a los creyentes, y hubo un tiempo, en este caso no tan distante, en el que su toque a rebato era el que convocaba al pueblo para acudir a las catástrofes, a las inundaciones y a los incendios, a los desastres, a cualquier peligro que amenazase a la comunidad. Hoy, el papel social de las campanas se ve limitado al cumplimiento de las obligaciones rituales y el gesto iluminado del campesino de Florencia se vería como la obra desatinada de un loco o, peor aún, como simple caso policial. Otras y distintas son las campanas que hoy defienden y afirman, por fin, la posibilidad de implantar en el mundo aquella justicia compañera de los hombres, aquella justicia que es condición para la felicidad del espíritu y hasta, por sorprendente que pueda parecernos, condición para el propio alimento del cuerpo. Si hubiese esa justicia, ni un solo ser humano más moriría de hambre o de tantas dolencias incurables para unos y no para otros. Si hubiese esa justicia, la existencia no sería, para más de la mitad de la humanidad, la condenación terrible que objetivamente ha sido. Esas campanas nuevas cuya voz se extiende, cada vez más fuerte, por todo el mundo, son los múltiples movimientos de resistencia y acción social que pugnan por el establecimiento de una nueva justicia distributiva y conmutativa que todos los seres humanos puedan llegar a reconocer como intrínsecamente suya; una justicia protegida por la libertad y el derecho, no por ninguna de sus negaciones. He dicho que para esa justicia disponemos ya de un código de aplicación práctica al alcance de cualquier comprensión, y que ese código se encuentra consignado desde hace cincuenta años en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aquellos treinta derechos básicos y esenciales de los que hoy sólo se habla vagamente, cuando no se silencian sistemáticamente, más desprestigiados y mancillados hoy en día de lo que estuvieran, hace cuatrocientos años, la propiedad y la libertad del campesino de Florencia. Y también he dicho que la Declaración Universal de los Derechos Humanos, tal y como está redactada, y sin necesidad de alterar siquiera una coma, podría sustituir con creces, en lo que respecta a la rectitud de principios y a la claridad de objetivos, a los programas de todos los partidos políticos del mundo, expresamente a los de la denominada izquierda, anquilosados en fórmulas caducas, ajenos o impotentes para plantar cara a la brutal realidad del mundo actual, que cierran los ojos a las ya evidentes y temibles amenazas que el futuro prepara contra aquella dignidad racional y sensible que imaginábamos que era la aspiración suprema de los seres humanos. Añadiré que las mismas razones que me llevan a referirme en estos términos a los partidos políticos en general, las aplico igualmente a los sindicatos locales y, en consecuencia, al movimiento sindical internacional en su conjunto. De un modo consciente o inconsciente, el dócil y burocratizado sindicalismo que hoy nos queda es, en gran parte, responsable del adormecimiento social resultante del proceso de globalización económica en marcha. No me alegra decirlo, mas no podría callarlo. Y, también, si me autorizan a añadir algo de mi cosecha particular a las fábulas de La Fontaine, diré entonces que, si no intervenimos a tiempo -es decir, ya- el ratón de los derechos humanos acabará por ser devorado implacablemente por el gato de la globalización económica.
¿Y la democracia, ese milenario invento de unos atenienses ingenuos para quienes significaba, en las circunstancias sociales y políticas concretas del momento, y según la expresión consagrada, un Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo? Oigo muchas veces razonar a personas sinceras, y de buena fe comprobada, y a otras que tienen interés por simular esa apariencia de bondad, que, a pesar de ser una evidencia irrefutable la situación de catástrofe en que se encuentra la mayor parte del planeta, será precisamente en el marco de un sistema democrático general como más probabilidades tendremos de llegar a la consecución plena o al menos satisfactoria de los derechos humanos. Nada más cierto, con la condición de que el sistema de gobierno y de gestión de la sociedad al que actualmente llamamos democracia fuese efectivamente democrático. Y no lo es. Es verdad que podemos votar, es verdad que podemos, por delegación de la partícula de soberanía que se nos reconoce como ciudadanos con voto y normalmente a través de un partido, escoger nuestros representantes en el Parlamento; es cierto, en fin, que de la relevancia numérica de tales representaciones y de las combinaciones políticas que la necesidad de una mayoría impone, siempre resultará un Gobierno. Todo esto es cierto, pero es igualmente cierto que la posibilidad de acción democrática comienza y acaba ahí. El elector podrá quitar del poder a un Gobierno que no le agrade y poner otro en su lugar, pero su voto no ha tenido, no tiene y nunca tendrá un efecto visible sobre la única fuerza real que gobierna el mundo, y por lo tanto su país y su persona: me refiero, obviamente, al poder económico, en particular a la parte del mismo, siempre en aumento, regida por las empresas multinacionales de acuerdo con estrategias de dominio que nada tienen que ver con aquel bien común al que, por definición, aspira la democracia. Todos sabemos que así y todo, por una especie de automatismo verbal y mental que no nos deja ver la cruda desnudez de los hechos, seguimos hablando de la democracia como si se tratase de algo vivo y actuante, cuando de ella nos queda poco más que un conjunto de formas ritualizadas, los inocuos pasos y los gestos de una especie de misa laica. Y no nos percatamos, como si para eso no bastase con tener ojos, de que nuestros Gobiernos, esos que para bien o para mal elegimos y de los que somos, por lo tanto, los primeros responsables, se van convirtiendo cada vez más en meros comisarios políticos del poder económico, con la misión objetiva de producir las leyes que convengan a ese poder, para después, envueltas en los dulces de la pertinente publicidad oficial y particular, introducirlas en el mercado social sin suscitar demasiadas protestas, salvo las de ciertas conocidas minorías eternamente descontentas...
¿Qué hacer? De la literatura a la ecología, de la guerra de las galaxias al efecto invernadero, del tratamiento de los residuos a las congestiones de tráfico, todo se discute en este mundo nuestro. Pero el sistema democrático, como si de un dato definitivamente adquirido se tratase, intocable por naturaleza hasta la consumación de los siglos, ése no se discute. Mas si no estoy equivocado, si no soy incapaz de sumar dos y dos, entonces, entre tantas otras discusiones necesarias o indispensables, urge, antes de que se nos haga demasiado tarde, promover un debate mundial sobre la democracia y las causas de su decadencia, sobre la intervención de los ciudadanos en la vida política y social, sobre las relaciones entre los Estados y el poder económico y financiero mundial, sobre aquello que afirma y aquello que niega la democracia, sobre el derecho a la felicidad y a una existencia digna, sobre las miserias y esperanzas de la humanidad o, hablando con menos retórica, de los simples seres humanos que la componen, uno a uno y todos juntos. No hay peor engaño que el de quien se engaña a sí mismo. Y así estamos viviendo.
No tengo más que decir. O sí, apenas una palabra para pedir un instante de silencio. El campesino de Florencia acaba de subir una vez más a la torre de la iglesia, la campana va a sonar. Oigámosla, por favor.
Llueve Otoño,
Otoño llueve.
La niebla se extiende
cual leche espumosa
y me dejo llevar,
flotando por las calles mojadas,
sintiéndome una gota más
entre esas minúsculas que la conforman.
Lueve Otoño,
Otoño llueve.
Y dejo que mi alma salga
y se empape con los aguaceros.


martes, septiembre 28, 2004

Viejos amigos

Desde hace ya unos meses he ido reencontrándome con viejas amistades. Estos amigos comenzaron a acompañarme desde que yo era una niña y por algunas circunstancias, me alejé de ellos por un tiempo. Me refiero a los libros, que desde que tengo memoria, se convirtieron para mí en cómplices, consejeros, aliados y confidentes mutuos. Disfruto de sus personalidades tan distintas, que no sólo tienen que ver con el autor, pues cada libro tiene características propias. Mis amigos los libros me han acompañado en viajes y aventuras a donde quiera que he ido. Con ellos he compartido desde las historias más locas e hilarantes, hasta el sarcasmo más puro. Enredos casi surrealistas y la poesía más bella. Me han hecho reír y algunos me han conmovido hasta las lágrimas. Algunas veces nos hemos enfrascado en largas discusiones que pueden postergarse días o semanas. Así, con unos he mantenido conversaciones profundas, lentas, llenas de reflexión y con otros he escuchado atenta alguna historia, dejándome llevar por ésta. También he leído libros que han fungido como maestros, como espejos de mí misma y hasta he recibido consejos y respuestas que yo no me atrevo a darme en voz alta. De esta manera, conservo largas conversaciones que tanto me apoyaron en momentos decisivos o de temor, como con Mal de Amores, El año de la muerte de Ricardo Reiss o La Historia Interminable, entre tantos otros. Los he gozado, de todas las formas y de vez en cuando termino disgustada con uno que otro (¿qué se le va a hacer?). Con los únicos que definitivamente no me entiendo, es con esos arrogantes pretenciosos que buscan enjaretarte determinada moral o fórmulas y soluciones para la vida. A mí me gusta un libro que al leerse, uno encuentre varios planos, no sólo el de la historia, sino características propias, planteamientos que me hagan reflexionar y que, definitivamente, no intente convencerme de nada, ni hacerme creer que encierra las verdades de la vida. Hay libros hermosos de religión y de filosofía, con quienes puedo enfrascarme en cuestionamientos profundos y de gran interés y sé que al final, se contentarán con aportar algo que me haga ser un mejor ser humano, y no en lo contrario, como le sucede a tanta gente que les da interpretaciones elitistas y fundamentalistas. Nada que ver con los oportunistas "moraleros" y best sellers comúnes.
Estoy contenta de haberme reencontrado con los libros en los últimos meses y seguiré buscando más, para involucrarme con ellos, escribir alguna de sus frases en mi diario, discutirlos o símplemente para disfrutarles.
Aún morimos de amor,
amor del uno por el otro.
Sí, de amor.
Y así nos vamos matando,
irremediablemente,
el uno al otro.

viernes, septiembre 24, 2004

Luna Congelada

Con esta soledad
alevosa
tranquila

con esta soledad
de sagradas goteras
de lejanos aullidos
de monstruoso silencio
de recuerdos al firme
de luna congelada
de noche para otros
de ojos bien abiertos

con esta soledad
inservible
vacía

se puede algunas veces
entender
el amor.

Mario Benedetti.
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Y yo aquí, trantando de entender la nece-si-dad de las personas por la compañía...
Yo aquí, tratando de descifrar cosas sin respuesta.
Yo aquí, buscando entender lo que no hay que entender, desechando lo imprescindible, huyéndole desde mí, dentro de mí. Y regresando a regañadientes a donde estoy, a donde me quedé, por donde tengo que pasar irremediablemente, al orden de las cosas. Eso es lo único que siempre pasa igual, la única certeza.

jueves, septiembre 23, 2004

De la informalidad de la gente

A veces me pregunto si será que existe el gen de la informalidad. La informalidad de quien con insistencia queda de verse contigo...y no llega. La informalidad de no dar un aviso cuando hacerlo es parte de tu trabajo; de disponer del tiempo de otros. La informalidad de decirte que pases a una hora para recoger el presupuesto que encargaste y no estar. La informalidad de dar fechas y fechas y un precio para venderte algo y que luego de semanas y vueltas te lo tengan listo, pero 50% más caro de lo pactado y sin siquiera consultarte...
Estos parecerían ejemplos tomados al azar de diferentes días, mas lo increíble del asunto es que todos sucedieron el mismo día, o al menos el desenlace. Así que de nueva cuenta me pregunto ¿qué clase de mezcla cultural y/o racial somos, que nos hace tan informales a los latinoamericanos? A estas alturas no sé qué sería más difícil, si tratar de modificar esa parte de nuestras características culturales, o encontrar dicho gen “informal” y eliminarlo paulatinamente del mapa genético.

lunes, septiembre 20, 2004

Para perder el tiempo...

¡Vaya, vaya! Con la yegua balla
que saltó la valla y se comió la baya.
"Pensá en vos", fueron sus últimas palabras. Aquellas que me dejó al partir y que se quedan conmigo. Son las que más cerca quedan, las más certeras, las más exactas. Porque no todos son los tiempos, ni las maneras únicas. Porque aún en los cuentos todo sucede como tiene que ser, con un orden, con un fin. En esta historia no hay héroes ni villanos. Solo personas..."solo" personas. Y con estas palabras me regaló la paz más grande de la que fuera capaz. Chau.

El Pantano

Hace un par de años comencé un viaje muy, muy difícil, al centro de mí misma y de mi tristeza. Después de varios meses de mi "regreso", soy capaz de identificar ese primer síntoma y la visión de algo que vendría a hacerme tocar fondo y a enriquecerme como ninguna otra experiencia en mi vida.

El Pantano

Definitivamente aquel era el lugar. No podía ser otro.
Luz, sombra; vida, muerte; silencio, ruido, miedo, serenidad; agua, lodo; podredumbre y el perfume de las flores... Todo, todo se juntaba y parecía converger, abriendo camino a la vida que, pese a la muerte y los peligros, existe y cobra sentido en ese ciclo. No hay mayor sabiduría que ésta. Descubrí que era el lugar pefecto para el recogimiento, la reflexión y el contacto con el mundo -con la vida- y con el propio interior.
Como sucede con cada lugar, en especial los lugares salvajes (¿y qué lugar no lo es?) tiene sus encantos y sus peligros: Pronto decidí que debía acondicionar un camino para facilitar mi acceso y antar entre los árboles y ceibas, los mangles y la vegetación. Construí algunos puentes a través de las raíces grandes y los lugares de tierra firme, hasta conseguir un sistema que me permitiera permanecer y transitar lo necesario. utilicé ramas, raíces y pedazos de madera, así como lodo, hojas y hierbas para hacerlos lo más firme posible, dentro de mi precaria "ingeniería empírica".
descubrí que los puentes no sólo me ayudaban a moverme con facilidad y seguridad, sino también me permitían avanzas sin perturbar tanto aquel medio y a escuchar tranquilamente el sonido desbordante de la vida. A veces había que hacer reparaciones a los puentes, remiendos, compensar hundimientos, cambiar ramas podridas por otras en buen estado y limpiar la maleza que impidiera el paso; pero así es esto, ya que antes de formar parte de la amalgama fangosa de lo que muere, se pueden renovar los acceso y permitir que el lugar cobre su tributo a cambio de tanta belleza.
En este lugar apendí sobre los ciclos de la vida, el respeto, el equilibrio y la dinámica. Comprendí que para ser parte d eun ligar como ese es necesario morir y desintegrarse para luego ser alimento de árboles, plantas, bichos, humos y el mismo fango. En ese momento me correspondía ser expectador y dejar5 que toda esa sabiduría infinita y antigua me llenara y me confortara el alma.
Al paso del tiempo y apesar de lo maravilloso del lugar, me pareció que era tiempo de regresar al bosque y la pradera. Sin nostalgia y con el alma profundamente enriquecida, tomé el camino de regreso, con la certeza de que cada vez que necesitara volver podría recordar el camino y guiar a quien quisiera aventurarse a conocerle.
Ahora sé que en ese pantano fui capaz de comprender el calor, el frío y el dinamismo de la pradera, el misticismo del bosque y la fuerza y pasión del mar, me volví más observadora y aprendí que incluso en el olor fétido de un pantano, corre con toda su fuerza el torrente de la vida, que la quietud también implica movimiento y dinámica, quizás más de la que somos capaces de abordar en una sola vida. Mi andar es pasajero y sólo en ese torrente oculto de vida está la trascendencia.
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Fui, construí los puentes, me hundí, morí y volví a nacer.




lunes, septiembre 13, 2004

Viajar

Viajar...Viajar para regresar, como dice mi amigo Carlos. Hay muchas formas de hacerlo: en autobús, en avión, de “aventón”, en barco, a pie, astralmente, en bicicleta, en sueños...
He tenido que tornar apátrida mi corazón por un momento, en el que no hay más pertenencia que a mí misma; por mí, por mi propio bienestar. Lo he dicho antes, aunque me refiriera a otras cosas, aún siendo el mismo tema. Extrañar, desear, esperanzarse y arrepentirse, todo al mismo tiempo si se camina hacia ningún lugar. Entonces llega el cansancio, la pena, el desasosiego, la vulnerabilidad.
Hoy viajo, mi mente viaja, mi deseo viaja, mi corazón viaja. Tomo un recuerdo y llego hasta tu recámara, tu sillón, tu cama; llego hasta tus cabellos donde me enredo, hasta tus ojos, tu boca, tu lengua. Llego a tu barba casi lampiña, a tus manos suaves, delgadas, bien cuidadas. Me detengo en tu pecho, poso mi oído y escucho tu vida entera latir desde dentro. Paso a tu abdomen, a tu ombligo donde pierdo el aliento, donde hilvano al niño y al hombre y siento el calor de tu vientre; recorro tu sexo, poso mi mano, y como siempre, recorro todos los caminos que conozco a ojos cerrados tan precisamente, de norte a sur, hasta llegar a tus pies. Te contemplo, te visito; te visita mi boca y te nombro, y enumero en palabra y obra las maravillas que hacemos, que sabemos, que construimos y destruimos una y otra vez. Te río, te lloro, te gozo, te agradezco y te reclamo. Entonces un beso de narices mojadas, mis dedos caminando por tus cejas, tu clavícula. Te amo, te tomo, te dejo. Es hora de regresar, de volver a mí, a mi centro.
Emprendo otro viaje distinto, a la esperanza, a la paz, a la posibilidad de caminar hacia alguna parte. No deja de ser sólo eso: un recorrido rápido por lo que puede ser y construirse. Tiene otro nombre, otro tamaño, otra estrategia. La ventaja de ser y de no ser, de haber venido y aún no haber llegado, de no traer equipaje, ni carga, ni peso. La desventaja de ser y no ser, de nunca haber sido, de tener que venir y no quedarse, de no tener ni pasado ni historia, ni caminos trazados, ni llaves, ni puertas, tan sólo avisos, anuncios, visitas. Y así se traza su propio camino, con lo más grande que existe, que es la voluntad, y más que eso: aplicar y forjar con esa voluntad. Termino mi viaje y regreso.
Regreso para quedarme, eso sí, en mí misma; en la cómoda y reconfortante soledad. En la dulzura de mi propia compañía, y claramente, resguardando a mi alma del conflicto, de la indecisión, del desgaste y el miedo. Retorno para no tener que decir de nuevo adiós. Me quedo en mí, me protejo, me preparo para el siguiente viaje y descanso. Descanso del mundo, de ti y de mí, de él, de nosotros, de la culpa, del dolor, de la impotencia, de la rabia, del implacable tiempo, de los errores, de los aciertos, de la añoranza, de la esperanza, de la impaciencia, de todo lo que pudo haber sido, de lo que fue, de lo que pudiera ser, de lo que no es. Descanso, vuelvo a mí y en mí y gano tiempo... ¿A qué? No lo sé. ¿Para qué? Tampoco. Quizás sólo para descubrirlo.

miércoles, septiembre 08, 2004

Silencio

Silencio, pido silencio. Lugar de reposo y escondite. No quiero escuchar más las mismas notas, los mismos chistes, la misma rutina. Que mis colegas dejen de comerse entre sí, que dejen de mentir.
Silencio, por favor. Un momento de paz, de quietud.
No quiero escuchar más los martillazos de la construcción de enfrente, de la remodelación de al lado. Que mi cabeza ya no me abrume, ni me llene de demandas y reclamos.
Silencio...alguien toca a mi puerta...(Sin palabras)

viernes, septiembre 03, 2004

No quiero príncipe para mi cuento. No quiero cuento para un príncipe...
Ya no quiero fabricarme más historias.
Quiero ser, solamente; vivir hoy y preparar el mañana sin angustias.
No quiero rendir cuentas, soy yo quien aprende a mirarse, a disfrutarse, a vivirse diferente.
No quiero alas para un corazón convaleciente, quiero mantener mi escepticismo, mi lealtad a mí misma y seguir reconstruyendo desde adentro.
Sé que en el momento preciso llegarán la persona, las circunstancias y la fe para construír algo para dos entre dos.
Ya no quiero cuentos, ya no quiero príncipes. Mejor trabajar por mis propios sueños.

jueves, septiembre 02, 2004

De ayer...

Levántame,
resucítame,
que camino muerta
entre los vivos;
muerta como mi esperanza,
muerta,
muerta de ti.