jueves, julio 07, 2011

Miré sus manos y ahí estaba todo escrito. Cicatrices de la infancia, arranques de la juventud, descuidos y las quemaduras de la última horneada. Las uñas cortas y finas, con una capa de barniz transparente. Miré los callos en las yemas de sus dedos y en los pulgares. Reparé en la longitud y delgadez de sus manos, que eran fuertes y de trabajo. Toda esta dureza contrastaba con su suavidad y una feminidad inesperada, de algún modo. No se trataba de unas manos estéticas, realmente, pero yo observaba un cierto encanto en ellas. Se trataba de manos inquietas y curiosas, sin duda, pero algo me decía también que sabían ser dulces y sutiles y sonreí ante semejante combinación de fortaleza y delicadeza. Observé cada ademán y movimiento…no son manos calladas, no. Todas las manos hablan, sin duda, pero este par contaba tantas historias que me abrumé. De pronto imaginé cómo acarician, cómo agarran, cómo pulsan sus cuerdas, cómo amasan, como cargan, cómo toman la mano de un niño; qué texturas y lugares han tocado, con qué paisajes y aguas se han encontrado, cuántas rabias y sueños habrán vivido y despertado, cuántas pasiones y cuántos momentos de éxtasis físico o espiritual habrán experimentado. Pensé en cómo vibran, cómo sienten el sonido. Vi que eran manos sinceras que no saben guardarse las cosas. Manos que no ocultan sus vivencias ni lo que ocurre en la persona. Y entonces supe que ahí quería estar, con esas manos que no saben lo que es rendirse y que tienen tanto para dar.

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