Hoy tenía ganas de escribir sobre la película que vi ayer a medio día, sobre mi calle, que a veces duele, o mi país, o esta Latinoamérica, o la humanidad que insiste en su cíclico y fatal destino. También pensé en escribir sobre la hermosa Luna a la que daban ganas de alcanzar de un salto y darle un beso, bellamente engalanada para el eclipse de esa noche. Después consideré hacerlo sobre patrones viciosos y/o viciados, cambié de opinión y se me ocurrió hacerlo sobre mi proyecto de canciones, ese que lleva gestándose como un año, que insiste y se empeña en llevarse a cabo; en fin... Pero más bien he decidido que hoy voy a hablar sobre una niña muy especial. Ella debe tener unos cinco años aproximadamente; la conozco desde que nació...o antes. Hacía mucho tiempo que no la veía y hace poco más de un mes me la encontré o, mejor dicho, la busqué. El encuentro se dio en un cuarto grande, adornado con algunas macetas y acogedor a primera vista, pero un tanto frío. Ella se encontraba al otro extremo de la habitación, me impresionó su expresión, una mezcla de necesidad de afecto, de protección, de renuncia, de desconfianza... ¿Cómo era posible que no me reconociera? Pero así son los niños y uno tiene que hacer presencia en sus vidas cotidianamente, sino se está condenado al desconocimiento. Después del primer shock, me detuve a mirarla con paciencia. Me di cuenta de que es una niña tímida, pero alegre, realmente amable y con una capacidad extraordinaria de contemplación y de contención. Después de un rato de extenderle mis brazos, finalmente poco a poco se fue acercando. Respeté su precaución y esperé pacientemente a que se convenciera de llegar hasta a mí. Cuando por fin llegó, comenzamos por tomarnos los dedos de las manos, hasta que el esperado abrazo llegó y sentí un calor y un descanso indescriptibles. Cuando caí en cuenta, pude notar que la pequeña se aferraba a mí con una entrega y aprehensión poco comunes y entonces comprendí la necesidad tan grande de esta niña de sentirse amada, protegida, reconocida y respetada. La besé, acaricié sus cabellos hasta el cansancio y lloré con ella. Me pidió que la llevara a un lugar seguro. Fuimos a la casa de mi infancia, al restaurante donde estuve por última vez con mi familia y a la pirámide que está por ahí cerca, hasta que por fin terminamos en mi casa y la subí a mi recámara para que pudiera jugar con la colección de osos de peluche que mi madre me regaló o... ¡ya sé! Para que conociera aquel perrito verde que tanto me ha confortado desde mi infancia, para arrullarla con el mismo búho musical con el que me dormía mi madre o para que jugara con ese chango remendado y viejo que “me apropié” desde los dos años. Entonces, luego de explorar el lugar, sentada justo en medio de mi cama, y confirmar que se encontraba segura, me miró, y en ese eterno instante hicimos un pacto de amor, de confianza y protección y juramos nunca más volver a separarnos. Le aseguré –y a mí también- que puede confiar en mí, que jamás tendrá que volver a posponerse a sí misma. Ella, a su vez y sin decir palabra, me prometió el incondicional e inmenso amor que sólo un niño puede dar. Esta niña, puede fácilmente deducirse, soy yo.
Así, muchas cosas han cobrado sentido desde entonces, como mi desmedida aprehensión, hasta mi irracional desconfianza (que fue un descubrimiento nuevo para mí) y que solía confundir con repulsión. Mis mecanismos de evasión, los que postergan mis necesidades por priorizar las ajenas y los que ocasionan la verborrea que me hace salir de centro y de foco y no me deja ver mi realidad y la validez de una necesidad genuina. Desde entonces he podido, poco a poco, ir reconociendo cuándo se activan estos mecanismos y estoy aprendiendo a decirles no, a demostrarle a Paty niña y a Paty adulta que el amor y la confianza comienzan por el reconocimiento de las necesidades y por el respeto. Paty ha vuelto a confiar, ha recuperado su inocencia y es también un adulto responsable de una niña que necesitaba, desde hace más de veintitantos años, ser reconocida. Ambas nos protegemos cuando sentimos miedo y nos echamos a reír cuando descubrimos que el coco era inventado y que la vida espera con las mismas ansias con que nosotras deseamos vivirla.
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